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Es principio de año y el 2025 no termina por aparecer en los reflejos de un mejor presente, pero sin darnos tregua, la reconfiguración del terreno geopolítico sigue en marcha. La caída de Trudeau, el arribo de Trump y nosotros crudos de High Energy, seguimos dando vueltas en medio de los corridos tumbados, cantando al coro: “No somos Golfo de México, somos Golfo de América”. En medio, reflexionamos en qué momento fue que perdimos el rumbo. Al recorrer las últimas décadas, podemos hacer un listado de acontecimientos que determinó el ritmo del orbe, pero uno en especial llama la atención como fotografía olvidada: la caída del muro de Berlín.
El muro: «Una solución poco elegante, aunque mil veces preferible a la guerra».
Era la década de los ochenta y caminábamos en medio del intervencionismo estadounidense en Centroamérica, la dictadura en Argentina terminaba en medio de alfileres, el conflicto de Oriente Medio aún se sentía lejano, trazado como una historia de ficción con personajes bíblicos de siglos atrás. En los walkmans podíamos escuchar que el pop giraba en medio de las armonías extravagantes y estridentes de Michael Jackson, Madonna, Boy George, mostrándonos una diversidad ecléctica de minorías empoderadas, la aceptación de la locura y una libertad inusitada, infinita, para ser único, ícono, y labrar tu efigie en medio de Disneylandia, ser para la posteridad.
El rock iba de la mano con la potencia vocal y armónica de Queen, lo estridente sin florituras de Kiss, el pop de mil cabezas de The Police, y el escape hacia la ciudad donde las calles no tienen nombre de U2. Mientras, Mtvnos inundaba de imágenes sacadas de los sueños de un adolescente vestido de astronauta, atrapado en el concepto del “Freedom” perenne, mustio.
Eran años con un rompecabezas difícil para armar, donde los niños del mundo desfilábamos en medio de dos mundos, de dos opciones políticas. En mi caso personal, ante los factores externos y al ser hijo de devaluaciones monetarias, la idea del socialismo como bloque me generaba un ligero agrado lactante; estaba reconociendo la existencia de una competencia ideológica y económica. Me gustaba la idea de saber que en algún momento podrías escoger entre dos culturas, entre dos estilos de vida.
La Ciudad de México tenía entonces otro nombre: Distrito Federal. Transitaba en medio del esmog eterno, los vochos taxistas olían al bochorno húmedo que sobraba del cinismo del Negro Durazo, caminábamos entre calles pintadas de imprenta, olores en blanco y negro, llenas de aceite y grasa de los puestos que inundaban las calles del barrio de la Romita. Aún lejos de la gentrificación, nuestra esencia chilanga era un repelente eficaz al interior del país. Entretanto, yo imaginaba vivir en un papel periódico, entre los artículos de opinión del Excélsior de Julio Scherer o de La Jornada de Carlos Payán, un periodismo manchado por la muerte del periodista Manuel Buendía y las víctimas del terremoto del 85.
En el 85, en casa perdimos todo en medio de la nacionalización de la banca mexicana y no estaba de humor para jugar a “la felicidad de televisión” con un panorama tan violento.
El discurso de ese tiempo de “la libertad y la democracia” del vecino país del norte me parecía obsceno y, en medio del sinsabor personal, ver que esa narrativa era tan lejana y hostil, casi burlona ante la desgracia de muchos que no contábamos con las bondades del manto protector de la Estatua de la Libertad en la burbuja estadounidense del privilegio, decidí no confiar en ella.
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El bloque socialista, por su parte, estaba conformado por un magazine de fotografías viejas, un carrete de cine casero, donde la mayoría vestía con atuendos ocres similares, en pequeños espacios hogareños, sin lujos, autos oxidados rodando en medio de ciudades compactas, pueblos sin vanguardia, sin saturación, pálidos. En el lente de la cámara, fuera de foco, como utilería, veíamos niños rodando aros de acero en medio de las calles; más adentro, en las fábricas, podíamos ver en documentales miradas serias mientras trabajaban para algún tipo de línea de producción. Al horizonte, podíamos escuchar, poco a poco, en medio de himnos marciales, los pasos y gritos de desfiles militares trazados con hileras infinitas de armas, misiles, tanquetas, hombres sin rostro en uniformes, pulcros; generales vestidos con insignias limpias, que denotaban un poder lejano, de otro mundo.
Aun así, me daba curiosidad qué podría haber en el otro lado del bloque, como si pudiera ser otra persona en ese mundo de color sepia, marxista (lo que esto significara), y así huir de las devaluaciones, de la pobreza por la violencia financiera y política. La idea de crecer como un tipo del Este podría ser un futuro, quizás.
«Vi a la gente dirigirse al checkpoint. Seguí a la multitud y de repente nos encontramos al oeste de Berlín».
Angela Merkel[ii]
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Entonces, el 9 de noviembre de 1989 el muro cayó, cayó la opción. La televisión, los periódicos y las revistas hablaban de la reunificación alemana, así como del inicio de la caída del bloque socialista, pero eran palabras infladas que daban por finalizada la Guerra Fría y vendieron una idea naífde paz mundial.
La música en esa época tenía golpeteos “eléctricos” que acompañaban movimientos sociales, como “Summer in Berlin” de Alphaville, y algunos gritos de libertad giraban en la radio, ecos de “Der Komissar” de After The Fire,saturando el ruido blanco, a la espera de la caída del Pacto de Varsovia y con él todos los fantasmas que recorrían Berlín: tanques perdidos en la idiosincrasia, soldados vigilando la entrada del Ufo Club, punks, autos checoslovacos y, claro, un misterio por develar en los viejos edificios, en el polvo remanente de la Segunda Guerra Mundial.
Berlín, todavía lejana, era esa ciudad donde se buscaba la amnistía de la Europa separada por el racismo, por los ideales, y el muro de 120 kilómetros hablaba de una herida con la carne viva, sin amuletos, sin presente.
Sí, algunos ángeles se limitaron a escuchar sin juzgar la interpretación de “Heroes” por David Bowie el 7 de junio de 1987 en Berlín. Era el preludio.
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En ese momento no supe dónde meterme en medio de la contradicción: ¿feliz por los que buscaban la libertad? ¿Nostálgico por no tener más que una opción? En los videos que transmitía Jacobo Zabludovsky de esa semana de noviembre sólo veíamos olas dispares, desordenadas, de alemanes tirando el muro, derrumbando parte del odio primero de haber sido vencidos y luego separados por una guerra cruenta. Y es que sí, fueron el botín de un menú cocinado por las sobras sociopolíticas del siglo XX, por los fantasmas de los campos de concentración y, en medio, con lo que les quedaba de fuerza pudieron derrumbar, bloque por bloque, la vergüenza, de por fin haber hecho catarsis por la derrota, por la infamia de ser marcados como los villanos de una historia ahora lejana, de una viñeta sacra de un comic descontinuado.
Aún pienso en ese niño sentado en la esquina de Guaymas y Puebla en la Colonia Roma de los ochenta imaginando opciones para ser feliz, pero que debió conformarse con pelar las cebollas de la mano del otrora integrante —a los 17 años— de las Waffen-SS de la Alemania nazi, el nobel Günter Grass, para reconocer el goce.
«Hoy paso el tiempo demoliendo hoteles».
Charly García
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Ahora, en este momento, ¿de qué va la caída del muro? De souvenir, a quinientos pesos cada pedazo. Es drástico ver que todo un bloque económico y social, que en su momento peleaba la hegemonía con los Estados Unidos, terminó condensado en una piedra certificada, oficial, que venden en Amazon.
Siendo exigentes, sinceros y algo frívolos, en realidad no hay mucho que hubiera podido quedar del basamento de la Guerra Fría y su ahora tenue caleidoscopio, y podría invitarlos a ver algunas películas en la sala de mi casa y platicar al respecto, como la entretenida y hollywoodense Atomic Blonde (2017) de David Leitch, o en el extremo opuesto, la filosófica y cinta de culto Las alas del deseo (1987)de Win Wenders.
Aunque en sueños o en párrafos sin escribir me llegan todavía algunos ecos, reminiscencias de ideas fuera de lugar, de burla, en las que espíritus bolcheviques brindan con sus pares nazis y Hitler mira a lo alto de la bóveda celeste, llorando, en busca del globo rojo que sobraba del hit radial “99 Luftballons” de Nena.
Han pasado ya 36 años y somos un mundo más áspero, socialmente desértico, vivimos en un 2025 muy cínico, fúrico, en carne viva, con muchos remanentes pospandémicos que debemos empezar a limpiar, y al fondo, en la cornisa, nos ve sonriendo la “libertad” intacta, tóxica, muy fascista, sin máscaras y ultrapop. Habrá que cantar Ciao, Bella, Ciao y ser algo resilientes.
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[i] En la noche del 12 al 13 de agosto de 1961, sin previo aviso, se construyó el muro entero. El 13 de agosto quedó sin construir una pequeña parte fuertemente vigilada por la policía socialista. DW – 13/08/2005
[ii] Este momento lo contó Merkel hace algunos años a escolares berlineses. Véase Clarín, 4 de Noviembre 2019: https://www.clarin.com/mundo/angela-merkel-recuerda-noche-cayo-muro-berlin_0_hm0mkYIv.html?srsltid=AfmBOoqhWRF4pjNAGqW-izDBP7RBY1KGfKbSYEOEqh2W5IX9QGhE-ATa