Cuando se trata de hablar del año 1994, la pregunta siempre es la misma e inevitable: ¿por qué Mejía Barón no metió a Hugo Sánchez, carajo, si México tenía sus dos cambios todavía? Me acuerdo que poco después del Mundial me contaron el chiste: “¿por qué la mamá de Mejía Barón no lo mandaba al mandado?, porque se quedaba con los cambios”.
Recuerdo y revivo claramente la frustración de aquella tarde de un día entre semana en que salí a patear con desánimo un balón junto con mis amigos en un pequeño parque de la unidad habitacional donde crecimos entre los años ochenta y noventa del siglo pasado. Era increíble, perdimos en penales.
Al inicio de aquel año, el alzamiento del EZLN había encendido en mí una conciencia que se había venido alimentando por varios años. A pesar de ser todavía muy pequeño, a mis siete años de vida había comprendido que la elección del ‘88 había sido un fraude y que el rostro de la mentira, la voz de la demagogia, era el entonces presidente Carlos Salinas de Gortari. Por eso, casi seis años después, a mis casi trece, ver a un grupo de personas enfrentándolo con dignidad y valentía me hacía sentir una profunda admiración y entusiasmo por lo que yo veía como una lucha por la justicia. Un tiempo después, Marcos se convertiría en una figura importante para mí, un guía a través de sus cartas y discursos, alguien admirable y fuera de este mundo del que yo sólo había escuchado hablar sobre políticos corruptos, partidos políticos mezquinos y elecciones robadas. Los pasamontañas y las historias del Durito me hicieron soñar en un mundo diferente.
Como buen púber, también tenía otros sueños. La vecina del tercer piso me ponía a temblar cada vez que la veía. Sin darme cuenta, había dejado de parecerme una niña sin importancia y comencé a fijarme en su cara, su pelo, sus lentes y en cómo se veía con los shorts de su uniforme. Ni modo, Marcos, aquella lucha estaba perdida porque no había manera de resistir: me gustaba y para mí era imposible acercarme. En esas estaban mis pensamientos cuando una tarde noche, de esas en que yo sabía que ella podía andar por ahí en las escaleras o asomada por su ventana, como yo, dieron la noticia de que el candidato del PRI había sido baleado. Entonces no supe qué sentir: me daba gusto porque eso parecía indicar que el disgusto era tal que esta vez iba a perder el PRI; pero me hacía sentir vértigo ante la violencia que parecía amenazar a cualquiera por todas partes. Además, me confundía estar pensando en todo esto mientras seguía ansioso por ver a la vecina y decidirme a decirle o no alguna cosa para acercarme a ella. Así que me puse a escribir sobre todo este revoltijo entre mi zapatismo, mi antipriismo y mi naciente inseguridad adolescente frente a las mujeres.
En contra de mi pesimismo, la opinión general era positiva: en este sexenio no se habían dado devaluaciones y estaba por cumplirse el sueño de que México alcance a su vecino del norte en la carrera de la modernidad. Desde mi perspectiva, esto no podía ser cierto tras la venta de la empresa estatal de la que mi padre fue liquidado y lanzado al nuevo mercado de oportunidades del comercio. En mi memoria, aquel “pasaje comercial” de mi familia no fue nada idílico y conllevó mucha incertidumbre en medio de grandes cambios en nuestros hábitos debido, en parte, al ingreso de la cultura pop en nuestras vidas a través de la televisión y los restaurantes de fast food. Porque eso sí, ante la inestabilidad económica, las alegrías de ver Los Simpson, MTV, Beverly Hills 90210 o comer en McDonald’s se convirtieron en los mejores paliativos. Luego vinieron Friends, Burger King, Starbucks y demás, hasta que, supongo, nos fuimos acostumbrando y se volvió normal vivir miserablemente felices por ser casi gringos en medio de las crisis.
Vino la elección y volvió a ganar el PRI. Cuauhtémoc Cárdenas ni siquiera se acercó a pelear por el segundo lugar. La gente estaba contenta con lo que tenía y le daba miedo perderlo: la amenaza de la guerra civil y la anarquía social había sido el fentanilo de los noventa para insensibilizar a la población de las verdaderas causas de los problemas del país. Salinas lo había logrado: el anhelado TLC había entrado en vigor y, en diciembre, Zedillo se convirtió en presidente de México. Entre la gente de a pie nadie vio venir que, veintidós días después de tomar el mando, la libre flotación del peso adoptada por el novel gobierno como medida de solución ante una crisis financiera que Salinas había venido ocultando en sus bolsillos (tras la privatización de todas las empresas paraestatales) iba a redundar en la peor de las crisis económicas de los últimos años.
Desde entonces no hay un acuerdo aún sobre quién tuvo la culpa en lo que se ha dado a llamar “el error de diciembre”: ¿Salinas?, ¿Zedillo? Lo único claro es que si México le había ganado 2-1 a Irlanda y luego le empató a la Italia subcampeona, estaba a nada de convertirse en potencia mundial y, por eso, cuando expulsaron a Luis García iniciando el segundo tiempo del México vs Bulgaría, en cuartos de final, lo más lógico era meter a Hugo Sánchez para que acompañara a Zague. ¡Pinche Mejía Barón! ¿Por qué no hiciste los cambios?