En 2003, el Centro Histórico de la Ciudad de México experimentó una transformación significativa. Ese año, el regente Andrés Manuel López Obrador anunció que iniciarían las obras de rescate de la zona en alianza con Carlos Slim. Esto marcó el comienzo de una metamorfosis urbana no sólo en la infraestructura, sino también en el imaginario colectivo de los habitantes del centro del país.

Para quienes llegamos a habitar la zona tras este periodo de reacomodo urbano y presupuestal fue una época llena de cambios y movimiento. Jóvenes, artistas y personas de las esferas creativa y empresarial abrieron negocios y restaurantes, como El Hayastán, Al Andar, Hostería La Bota, y espacios de arte, como Casa Vecina, El Patio de Mi Casa, Fundación Ex Molino, La Trampa. Gráfica Contemporánea y Obrera Centro. Alquilamos departamentos y talleres, y comenzamos a crear comunidad. Sin embargo, en ese momento pasamos por alto la complejidad de la estrategia, pues en todo proceso de reorganización y revitalización urbana la gentrificación es casi inevitable. Esto implicó el desplazamiento de gran parte de las y los habitantes originales y convirtió el primer cuadro de la ciudad en un lugar donde la vivienda se ha vuelto inaccesible.

Uno de los proyectos independientes que surgió un poco después fue Atea. Fundada en 2011, en la calle de Topacio, en pleno corazón de La Merced, esta plataforma multidisciplinaria sigue siendo un contenedor de ideas y propuestas de un grupo apasionado por la intersección entre arte y arquitectura.

Haciendo un recuento, el barrio toma su nombre del Convento de La Merced, que se encuentra en el número 170 de la calle República de Uruguay. Aunque la iglesia fue derribada en 1861 debido a las Leyes de Reforma, el ex convento aún se mantiene en pie y fue declarado monumento histórico en 1932.

La zona, delimitada al norte por las vialidades Corregidora, Zavala y Candelaria, al sur por Fray  Servando Teresa de Mier, al oriente por Congreso de la Unión y al poniente por Pino Suárez, ha sido escenario de diversas iniciativas culturales y artísticas. Destacan las importantes obras del arquitecto Félix Candela en la estación del metro Merced y el Mercado de La Merced, y Casa Talavera, un centro cultural en operación desde 2002 bajo la supervisión de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Estos proyectos no sólo son ejemplos notables, también han establecido vínculos significativos entre el espacio público, la arquitectura y el arte.

En Atea la constante es la necesidad de reconocimiento mutuo, de compartir energía y pensamientos, y conectar con una colectividad creadora. Los mecanismos que se han implementado para presentar programas han variado a lo largo del tiempo en la experimentación de formas para transmitir ideas. Dos de las razones principales para abrir un espacio independiente podrían ser la construcción de una comunidad y la enseñanza autodidacta, que ayudan a cada participante a definir sus objetivos a partir del conocimiento compartido.

Esta plataforma se caracteriza por su versatilidad en el enfoque de trabajo. Su programación comenzó con exposiciones, pero amplió su horizonte hacia actividades que fomentan la interacción con el entorno: proyecciones de cine, caminatas, conferencias y talleres en una diversidad de temas urbanos. Otra dimensión de su labor es la enseñanza de oficios, como la reparación de bicicletas, la carpintería y la serigrafía. Atea también ha recibido en su espacio a otros colectivos. Lo que comenzó con un grupo de artistas con intereses comunes evolucionó en un conglomerado que asumió y compartió conocimientos tanto entre sí como con el público que respondió a sus convocatorias.

Ha pasado una década desde la inauguración de Atea y el mundo ha experimentado cambios significativos, desde eventos históricos globales, como la pandemia de COVID-19, el recrudecimiento de los movimientos migratorios, una transformación radical en la manera en que nos comunicamos impulsada por las redes sociales y los influencers, la inteligencia artificial, hasta otros más cercanos pero igualmente impactantes, como el sismo de 2017, la despenalización del aborto y el reconocimiento del matrimonio igualitario en todo el país.

En el ámbito político, atestiguamos la alternancia presidencial con líderes provenientes del Partido Acción Nacional y el Partido Revolucionario Institucional, las principales facciones políticas, y en 2018, la victoria del Movimiento Regeneración Nacional, encabezado por López Obrador, aquel regente que renovó el Centro Histórico de la Ciudad de México. Éste es el último año de su sexenio, en el que apostó por un megaproyecto cultural que aún no se concreta. Su administración concluye en medio de un notorio debilitamiento de las instituciones culturales mexicanas.

Una de las virtudes de hacer un libro conmemorativo es la oportunidad de revisar lo logrado: qué se buscaba, qué funcionó. Cada miembro de este espacio tendrá su propia historia y reflexión sobre la experiencia, y sería muy valioso compartirlas y conectarlas con el presente. ¿Cuáles son las búsquedas artísticas contemporáneas? O para enmarcarlo más, ¿qué buscan hoy las personas que crearon este espacio? ¿Cómo han evolucionado y hacia dónde se dirigen? ¿Qué nuevas ideas hay que proponer y construir? Para mí, vale la pena encaminarse hacia esos horizontes.

Los proyectos artísticos se desarrollan a medida que las personas detrás de ellos profundizan en su misión y su relación con la comunidad en la que se insertan. Al analizar la trayectoria de los espacios que han surgido, se identifican etapas de transformación. En este caso, la transición va de un enfoque inicial en el arte contemporáneo a un espacio colectivo de trabajo compartido: la exhibición queda relegada por la producción.

Pensar en el Centro Histórico veinte años, después de la declaración de rescate, es un ejercicio complejo. Se ha modificado en términos turísticos y de desarrollo inmobiliario. Tratarlo desde la perspectiva de la intersección entre arte y arquitectura es más que necesario y pertinente en una época de despojo, exacerbación capitalista, especulación inmobiliaria, trabajo remoto y nómadas digitales. Este contexto le da un lugar único al interés de Atea por lo urbano, sobre todo ante la cooptación de iniciativas artísticas por planes inmobiliarios que se presentan como procesos de rescate. Una forma de saber si un proyecto está realmente preocupado por la comunidad y su entorno, o si se apropia del arte para disimular sus transacciones, es verificar si las preocupaciones e intereses de la colectividad original y local están presentes. Por supuesto, la plataforma de la calle de Topacio pasa esta prueba a ojos cerrados.

La pausa que los años posteriores al confinamiento por pandemia han traído deberá servir para respaldar la reflexión del camino andado, ahora plasmada en forma editorial. Para mí, Atea es un proyecto valioso y visionario: una escuela práctica de las actividades que debemos seguir reforzando como integrantes recientes de una comunidad que busca aprender de su entorno. Al final, siempre estaremos migrando, aprendiendo y respondiendo a los cambios y eventos locales y globales. ¡Larga vida al espíritu de Atea!

* ESTE TEXTO FORMA PARTE DEL LIBRO CONMEMORATIVO ATEA 10