I. Las Siete Maravillas del Mundo Antiguo

Ese año, en la escuela,

estudiamos

las Siete Maravillas del Mundo Antiguo.

Gran Pirámide de Guiza,

Jardines Colgantes de Babilonia,

Estatua de Zeus en Olimpia,

repetía, coreando resabios

del polvo imperturbable del pasado,

por los pasillos oscuros

de la casa de la abuela

—a donde nos había obligado a vivir,

a media familia,

el “pinche Salinas”, según decía mi padre.   

Templo de Artemisa en Éfeso,

Mausoleo de Halicarnaso,

Faro de Alejandría,  

repetía, intentando memorizármelas

para un diez en el examen oral,

entre habitaciones abarrotadas

de tíos y primos,

el olor a sudor pegado en las paredes

y el sempiterno sonido

de la televisión encendida.   

Enfrente de ella, un día,

se reunieron todos,

demasiado asombrados

por el sonido de la palabra “magnicidio”

en las noticias de las seis

—yo, mientras, no cesaba

de pronunciar los nombres

de monumentos 

para otros tantos grandes idos.

Durante el examen,

la maestra me escuchó

nombrar cada Maravilla

tal y como las había estudiado

durante esa primavera

estancada en el presagio

de la incertidumbre.

“Tienes nueve”, dijo,

cuando concluí,

“es Coloso de Rodas,

no Colosio de Rodas”.

II. Stevie

Llegó a mis manos,

cuando tenía ocho,

uno de esos muñequitos

hechos de jirones de lana negra

de los zapatistas.

Desconociendo su proveniencia

y bautizándolo como “Stevie”,

lo mandé a Marte

en su primera misión,

junto al Power Ranger rojo,

y a un GI Joe

que murió devorado

por los abominables habitantes

del planeta. 

De regreso,

fue Stevie el encargado

de darle la noticia a la viuda

—cargando una bandera doblada en los brazos—

y su actuación ejemplar le valió

para sobrepasar, en mi favoritismo,

al viejo Chewbacca

que había recibido

hacía dos navidades.

Durante un año,

no paró de pelear

para liberar

hasta a los reinos

más alejados

en los meridianos de mi fantasía.

Mientras su doble

de carne y hueso

se batía en selvas impenetrables

contra el Quinto Batallón de Infantería,

Stevie acudía cada domingo

a las pool parties

de la mansión Barbie de mi hermana,

a cortejar a las habitantes

con sus anécdotas de astronauta

y a remojar sus pies

en la orilla.

Fue cuando Stevie

estaba en la cima de su fama

que, en primera plana del periódico de mi padre,

vi una fotografía

de los guerrilleros.

Desde entonces,

han invadido la tierra

tres veces

los marcianos,

no hay quien consuele

a las viudas de los caídos en combate

y la Barbie doctora

—a quien le prometió volver

el domingo siguiente—

no se explica

porqué la alberca se siente

tan vacía

si sobran nadadores

de plástico y peluche

chapoteando a su alrededor.

III. El Error de Diciembre

Por momentos pensé

que pasaría mi cumpleaños,

el 5 de enero,

castigado

por el Error de Diciembre. 

Mi padre, cabeza gacha,

entrecejo fruncido,

su ir y venir a lo largo de la sala,  

mi madre

tapándose la cara

para que no la viéramos llorar,

mientras, en la televisión siempre encendida,

un Presidente balbuceaba

cientos de veces perdón.

¿Fue mi mala puntería

o el destino,

que hizo que el niño se atravesara  

en el fuego cruzado

de la eterna guerra de pedradas

que teníamos, entre los primos,

en el parque?

Sale, de entre la arboleda,

la máscara ensangrentada

de un civil de unos seis

y sus berridos

parten el frío decembrino

desde la Narvarte hasta Palacio Nacional.

Esa misma noche,

papá quema sus corbatas

en la chimenea

que sólo se prende cada crisis.

No soy el único que,

por esos días,

cree salvarse del suplicio público

invocando al accidente:

“errar es de humanos”

se torna

en lema presidencial.

Se devalúa el peso,

la madre del niño herido

le reclama a la mía una compensación  

y, en Navidad,

tengo que subirle la comida

a papá

que no ha salido en una semana

de su cuarto.

“¿Sigues castigado?”,

me pregunta

clavando la vista

en el plato de bacalao 

que, poco a poco, se enfría.

A minutos de las campanadas

de fin de año,

escucho a mi madre

decirle a mi tía en la cocina

que siente que la está castigando Dios

—las dos con el quinto tequila

en la mano.

Es el 4 de enero

y a unas horas de que cumpla nueve,

mi madre me pone el traje

ya demasiado estrecho

de mi primera comunión,

me da una caja de chocolates,

me hace repetir la disculpa aprendida

y me indica

que la casa del niño descalabrado

está por ese camino

del que ya nunca más regresaré.