El teórico

Permítaseme comenzar trayendo a cuento una vieja discusión. Una que, tal vez, parezca que quedó zanjada tan pronto como apareció. Se trata de la discusión entre Jean Jacques Rousseau y Jean D´Alambert. Recordarán ustedes la famosa carta que el ginebrino le dirige al francés y que resulta como respuesta a la entrada sobre Ginebra en la Enciclopedia escrita por d’ Alembert, donde según este hace falta un teatro. Sugerencia racional, diríamos, pues desde este lado de la discusión, el teatro nos parece de lo más natural y, ya motivados, incluso nos parece uno de esos derechos del Hombre y del Ciudadano cuya proclama tanto le debe, paradójicamente, al filósofo de Ginebra. Pero, precisamente Rousseau, en su respuesta se opone a la introducción de ese cuerpo extraño en la vida ciudadana de su ciudad.

Para comprender su argumento, será necesario remontarnos más allá del juicio fácil al filósofo del derecho natural. Ciertamente, su discurso de oposición hoy nos debe parecer, por lo menos reaccionario:

Rousseau rechaza, platónicamente, el imperio de las sombras, de la ilusión y de los simulacros, en nombre del bien de la polis. Sus reparos no son estéticos, sino morales (morales no: políticos) y esto para nosotros es ya un rasgo ante el cual esbozamos una sonrisa socarrona. Pero vayamos un poco más lejos: ¿a qué políticas del teatro es que Rousseau reacciona? Se trata, sin duda y como demuestra Jean Duvignaud en su imprescindible Sociología del teatro, de una teatralidad específica, la de la “escena cerrada”: se trata de un teatro que se contrapone en estéticas y políticas al teatro abierto del Medioevo y, aún más, al teatro isabelino y al de los corrales españoles. Es un teatro hecho desde y para unas élites que, en el asomo de la acumulación originaria del capital, aprovecha los adelantos tecnológicos para dar apoyo a ciertos discursos de legitimación de clase. Incluso, el sociólogo llega a mencionar que: «el teatro cerrado dramático ha sido el santuario de la inmovilidad opuesta a las transformaciones sociales, una desesperada tentativa por conjurar el movimiento de la historia» (Duvignaud, 1966: 252).

Se trata, pues, de un teatro que está lejos del interés público. Nos guste o no, las últimas obras de Shakespeare, de Calderón, las de Molière y Racine fueron hechas para el gusto del príncipe, con base en valores aristocráticos. Son, claro, también mucho más que eso, pero eso lo sabemos ahora. En el momento en el que el teatro cerrado comienza a imponerse, resulta ser la avanzada de una distribución diferente del poder entre el gobierno y la población. Es más la política y la sociedad, han asumido la metáfora teatral como segunda naturaleza: la idea de que la política y la vida son sólo teatro se van haciendo moneda corriente, de manera que, en palabras de Eduardo Rinesi:

Rousseau advierte con agudeza las características del proceso que terminará por convertir a los ciudadanos de las modernas ciudades liberales en sujetos privados, ajenos al centro de la «escena» y aislados entre sí. por eso rechaza al teatro y a la metáfora teatral para pensar las características de un orden político deseable… Porque entiende que la adopción de la metáfora teatral para pensar la política no permite concebir la relación del ciudadano con el poder político sino como una mera relación vertical de consentimiento y no de un consenso alanzado colectivamente a través de una interacción horizontal y libre desarrollada en un contexto de cooperación. (Rinesi, 1996: 33)

El teatro cerrado, resulta ser un vehículo de un contrato social que Rousseau no va admitir tan fácilmente. Mas ese contrato es el que ha dado lugar a nuestra sociedad y a nuestra idea de teatro.

Ahora bien, el que la historia no le diera la razón no me parece motivo suficiente para condenarlo en el archivo de los absurdos históricos. ¿No es Benjamin quien nos alerta a rescatar las chispas de los discursos vencidos para generar un fulgor que ilumine el presente?

Para tal ocasión, quisiera rescatar ahora, no las objeciones, sino las propuestas del ginebrino, que en una nota al pie de su carta, escribe:

Recuerdo que en mi infancia me sorprendió un espectáculo bastante simple, cuya impresión, sin embargo, conservé siempre, a pesar del tiempo y de la diversidad de objetos. El regimiento de San Gervasio había hecho su ejercicio militar y, según la costumbre, habían cenado por compañías: la mayor parte de cuantos las componían se reunieron luego en la plaza de San Gervasio y se pusieron a bailar todos juntos, oficiales y soldados, en torno a la fuente, en cuyo brocal se habían encaramado los tambores, gaitas y portaestandartes. Un baile de gente alegre tras una copiosa comida parecería no ofrecer nada demasiado interesante que ver; sin embargo, la armonía de quinientos o seiscientos hombres uniformados, cogidos de la mano y formando una larga banda que serpenteaba cadenciosamente y sin confusión, con mil vueltas y revueltas, mil especies de evoluciones figuradas, la variedad de ritmos que las animaban, el ruido de los tambores, el resplandor de las antorchas, cierto aparato militar entre el jolgorio, todo eso producía una sensación muy viva que no podía soportarse indiferentemente. Era ya tarde y las mujeres se habían acostado, pero se levantaron todas. Pronto las ventanas se llenaron de espectadoras que daban nuevos bríos a los actores y que, no pudiendo permanecer mucho tiempo en sus ventanas, bajaron: las dueñas iban a ver a sus maridos; las criadas llevaban vino; incluso los niños, a medio vestir, acudían de la mano de sus padres. Cuando se interrumpió el baile, todo fueron abrazos, risas, saludos, caricias.

Hubo una afectividad generalizada que no sabría describir, pero que, en un ambiente de alegría universal, se siente naturalmente en medio de todo lo que nos es querido. Mi padre, abrazándome, fue presa de un estremecimiento que aún creo sentir y compartir: «Jean-Jacques, me decía, ama a tu país. ¿Ves a esos buenos ginebrinos? Todos son amigos, todos son hermanos, entre ellos reina la alegría y concordia. Tú eres ginebrino, un día verás otros pueblos; pero, aunque viajes tanto corno tu padre, jamás encontrarás otro semejante.»

Cuando se quiso proseguir el baile, no hubo modo de hacerlo: ya no se sabía lo que se hacía, todas las cabezas daban vueltas con una borrachera más dulce que la del vino. Tras algún tiempo de reír y charlar en la plaza, hubo que separarse, y cada cual se retiró pacíficamente con su familia. Y así fue como aquellas amables y prudentes mujeres se llevaron a casa a sus maridos, no perturbando su esparcimiento sino yendo a compartirlo con ellos. Sé que este espectáculo que me hizo tanta impresión carecería de atractivo para otros muchos: hacen falta ojos dispuestos a verlo y un corazón hecho para sentirlo. No, no hay más alegría pura que la pública y los auténticos sentimientos de la naturaleza sólo reinan en el pueblo. ¡Ay!, dignidad, hija del orgullo y madre del aburrimiento, ¿acaso tus tristes esclavos tuvieron en su vida algún rato semejante? (Rousseau, 1994: 168)

Se trata, para Rousseau, de un evento ciudadano y espontáneo, un convivio que resulta en el reforzamiento de los lazos locales. Un acto inclusivo, donde nadie lleva necesariamente la batuta ni destaca por encima de los otros. Un acto de communitas, diríamos. Un poco antes, sobre actos como éste, afirmaba:

Pero, finalmente, ¿cuál será el objeto de esos espectáculos?, ¿qué se mostrará en ellos? Nada, si se quiere. Con la libertad, allí donde hay afluencia, reina también el bienestar. Plantad en medio de una plaza un poste coronado de flores, reunid allí al pueblo y tendréis una fiesta. Mejor aún, convertid a los espectadores en espectáculo, hacedlos actores, haced que cada cual se vea y se guste en los demás para que de ese modo todos se encuentren más unidos. (Rousseau, 1994: 156).

Se trata, entonces, de actos hinchados de gratuidad e inutilidad que se contraponen al argumento que líneas antes, Rousseau esgrime en contra del costo de la entrada al teatro, un análisis económico que tampoco puede dejarnos indiferentes.

Mi punto, pues, al exponer ante ustedes estas reflexiones, consiste en que muchas teatralidades contemporáneas son, sin saberlo, deudoras del gesto Rousseau. Bien es cierto que hay una serie de presupuestos no compartidos con el filósofo: su esencialismo naturalista, su ideal de armonía ciudadana, y otras características que se resumen en el concepto de “voluntad popular” que significa la reducción a consenso de todas las diferencias, alrededor de la voluntad del sistema de gobierno. Pero pensémoslo un poco: Rousseau se ubica en un extremo de la llegada del teatro cerrado y es mi hipótesis que nosotros nos encontramos en el otro extremo; pues si bien es cierto que los teatros cerrados aún tuvieron muchas transformaciones, muchas teatralidades ya no suceden entre sus paredes.

Entonces, mi intención será ubicar a un Rousseau distópico: Rousseau el teórico del teatro contemporáneo. Como dije arriba, para hacerlo habrá que poner entre paréntesis algunas de las características de la episteme en la que ejerce su pensamiento, de manera que pasaré directo a sus propuestas específicas:

  1. El teatro no es asunto (exclusivo) de profesionales.
  2. El teatro no ocurre exclusivamente en un recinto cerrado.
  3. El teatro no distingue entre actores y espectadores. Hay, digamos, sólo participantes.
  4. El teatro son reglas de juego y de relación entre los cuerpos.
  5. El teatro no tiene un tiempo determinado, lo genera.
  6. El teatro no tiene un espacio determinado, lo genera.
  7. Los participantes son apelados en cuanto ciudadanos con capacidades estéticas.
  8. El teatro no es una historia qué contar, sino un tiempo y espacio por compartir.
  9. El teatro es un espacio de re-conocimiento común.
  10.  El teatro pone en escena los afectos comunes, no siempre consensuales.

La síntesis, en fin, de estos puntos, estaría cerca de la máxima gurroleana: «el teatro es: trazo una línea, yo acá, tú allá, y yo empiezo».

Me parece que este decálogo nos podrá servir para hacer frente a muchas teatralidades contemporáneas, haciendo hincapié en que en este recuento no se trata de intentar volver a «un estado de naturaleza» escénico anterior a cualquier producción artificial. He considerado que, obviamente, no hay vuelta atrás y que, a pesar de la voluntad espontánea y armoniosa del Rousseau iluminado tomo en cuenta las teatralidades generadas a iniciativa de uno que llamaremos artista, y que el convivio, más que exponer la parte armoniosa de la vida, es capaz de hacer surgir los antagonismos. No es el escenario del consenso, sino del disenso y la diferencia.

*Este texto forma parte del libro: «Teatro sobre el cuerpo armado: Acerca del espectador en la escena contemporánea y otras emergencias» que puedes descargar completo en el siguiente enlace: http://inbadigital.bellasartes.gob.mx:8080/jspui/handle/11271/2810?fbclid=IwAR17ZAByZ8cM_H0sjetKLMkTHQvpUDyWb6xh2Ml4HRz7VkEhUtzaQo9V3rI