Conocimos a Antonio Salinas (Acapulco, Guerrero, 1977) con el poemario Serial (Tierra Adentro en 2011) y su voz nos cautivó; la forma en que conjunta imágenes y el recorrido por un Acapulco fuera del glamur, nos sitúa en un puerto poblando de extraños aires de violencia. Recientemente nos enteramos que se publicó: La canción de los ahogados,  poemario que recibió el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta 2016, en el que el autor sigue su exploración interior del puerto y describe las experiencias del barrio cercano a la playa. Les dejamos cuatro poemas de este libro. ¡Gracias al autor por su generosidad!.

 

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En un puesto del mercado duerme un pez vela del Pacífico que no logró sacar la huevera lo subieron justo a tiempo al barco pesó veinte kilos y alcanzó a medir dos metros nadaba a 109 km/h a lo largo del océano ––la forma es simple–– un aguja azul de la misma especie es la carnada. El pez chico se agranda.

 

Lo más rico en una sopa es el caldo,

si no pones el corazón en él estás frito

––dice mi madre. El hambre me distrae.

 

Ella abre la hoja de cuaderno que lleva en su monedero, recuerda con alegría el río de su pueblo, me habla del pez telescopio hermano del pez dorado, de los camarones a la diabla y al mojo de ajo, me habla de los años sesentas cuando llegó al puerto y aprendió a sumar mientras se entretenía contando los pisos de los rascacielos. 11:00 am, se da cuenta que el tiempo y el dinero no le rinde. Somos ocho en la familia. Compra dos cabezas de robalo. Su domicilio es vigilado por pelícanos pardos.

 

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En el mercado

no sólo existe

el marchante

que diluvia desde

temprana hora,

también el canto.

 

No se sabe con precisión cuándo comienza la vida en la nave de pescados, si al levantarse las cortinas de metal o cuando llegan los primeros pescadores con los diablos llenos de mercancía. El ir y venir de una decena de personas de un lado para otro cargando kilos de pescados en los hombros o acarreando barras de hielo con más maña que fuerza, amparados por la madrugada mientras uno que otro marchante conocedor de ese idilio salino empieza a arribar. Las almejas reinas todavía sacan la lengua, una sarta de cangrejos trepan por una charola pero no alcanzan a salir, los pulpos disparan lo que queda de su tinta, cuelgan cabezas de pescados de los ganchos. Nada está en calma pero todo conserva la quietud de una fotografía. Mi madre con su mandil rojo arranca las escamas de una mojarra, y aunque a diario se repite la escena la imagen nunca es la misma, porque cada mojarra es distinta, porque mi madre vive con el humor del día, hoy, por ejemplo, el cielo tiene el color de su mandil.

 

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Todos llevamos un pez (gato) dentro

––dice mi madre.

 

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Las moscas algún día fueron ángeles,

escribió Charles Simic.

Tan abundantes que “tenías que manotear

con ambas manos para poder espantarlos”.

Mi madre cree que soy un ángel,

y antes de dormir me hace repetir esta oración:

 

Ángel de mi guarda,
dulce compañía,
no me desampares
ni de noche ni de día.

 

Para Charles Simic soy una mosca,

para mi madre soy un ángel.

Mis amigos dicen que me parezco a mi madre,

que soy una gota en una llave de agua.

Lao-Tse reencarnó en una mosca.

Mi madre y Simic no creen en la reencarnación.

Si me dieran a elegir

sería una mosca que reencarna en Lao-Tse.