El camino del filósofo.

Al este de Kioto se encuentra un camino llamado “del filósofo”, o “de los filósofos”. Es un camino angosto en el que corre en paralelo un canal con agua que llega hasta el lago Biwa, y está rodeado de cerezos. Lo caminé luego de visitar el Pabellón de Plata. El agua del canal era transparente; el clima, a pesar de que era verano en Japón, resultaba fresco debido a la sombra de los árboles. Tuve la suerte de cruzarme con pocas personas, porque sé que en primavera es muy popular debido a la floración, o sakura, y en otoño también es muy visitado porque el follaje se torna rojizo y anaranjado, en una época que llaman momiji. Hay casas, cafeterías y pequeños locales a los costados, algunos venden ropa casual, kimonos sencillos, bebidas. El camino mide aproximadamente dos kilómetros. El viento, a veces, hacía que las hojas cayeran en el canal. Al observar el agua noté que había peces, alargados y muy quietos, de color oscuro, sombras acuáticas que desafiaban la corriente. Y luego vi que, por encima de uno de esos peces, lo cruzó un barco pequeñito hecho con hojas y flores. O eso me pareció. Pasó tan rápido que por un momento creí que lo había imaginado. Continué el camino, nombrado así porque dos filósofos de la universidad de Kioto lo recorrían a diario. Pensé en la soledad del lugar, resultado de la casi ausencia de gente, y en cómo nosotros, los turistas, acaparamos los espacios y los ensuciamos, pero aun así los seguimos visitando. Al voltear de nueva cuenta la mirada al agua volví a ver otro pequeño barco hecho con hojas y flores. Imaginé que era algún tipo de flor autóctona, con esa forma particular, que caía de un árbol ubicado más adelante. Continué la marcha. Fue un paseo muy tranquilo, en el que, como escribió el poeta Matsuo Basho, lo único que hice fue: «Mirar, admirar / hojas verdes, hojas nacientes / entre la luz solar.» Al final, sobre un pequeño puente, había un hombre que me llamó con sus manos. Llegué con él y me dio un barquito hecho con hojas y flores, e hizo con sus manos un movimiento que me dio a entender que debía tirarlo al agua. Lo hice y lo vi descender y flotar corriente abajo. Good luck!, good luck!, dijo el hombre con una amplia sonrisa. Un hombre sencillo que dedicaba las horas a construir esas pequeñas embarcaciones floridas, se las regalaba a las personas que pasaban por ahí, y los conminaba a tirarlos en la corriente para que la acción les diera buena suerte. Hizo una pequeña reverencia, lo imité, y él llamó a otro turista para que se acercara. Retomé el camino, y me dirigí al monasterio de Nanzen-ji, con la cabeza llena de flores y de pequeños barcos surcando canales hasta llegar al mar.

El Pabellón de Oro

Kioto está salpicado de templos y santuarios, y todos tienen una belleza particular. Yo quería visitar uno que conocí a través de la lectura de una novela de Yukio Mishima, el llamado Kinkaku-ji, o templo del Pabellón de Oro. Probablemente sea el lugar más visitado de la ciudad, los autobuses llegan cargados de turistas, los cuales son soltados en el estacionamiento y se esparcen por toda la zona. Yo formé parte de esa masa ruidosa, que se apretujaba y buscaba el mejor punto para tomarse una fotografía frente a una construcción de tres pisos que estaba cubierta de pan de oro. Se alzaron los celulares por encima de las cabezas, se apretaron botones y se tomaron las fotos, todas iguales. El libro de Mishima comienza así: «Desde mi más tierna infancia, mi padre, muchas veces, me habló del pabellón de oro». Y así Mizoguchi, el protagonista, un joven novicio y tartamudo, llega al mundo deslumbrado por la belleza de un templo. Me aparté de la gente y vi que la luz del sol hacía parecer que el pabellón refulgía, el ave fénix que lo coronaba brillaba como el fuego. En la página oficial del sitio dice que fue construido como casa de vacaciones de un noble llamado Saionji Kintsune, y que se ha incendiado en varias ocasiones, la última vez que se quemó fue gracias al monje Hayashi Yoken, episodio que es la fuente principal del libro que escribió Mishima. El pabellón resplandece sobre el agua. No se puede apartar la mirada, dejar de verlo, de imaginar qué hay en su interior. Está rodeado de jardines y vegetación. Me pareció fascinante. El templo es un imán para las miradas, su cubierta dorada lo hace sobresalir, lo aparta de todo y lo enfoca. Es un sol suspendido en la negrura del espacio. Leí que dentro hay budas, y que guarda reliquias. Mientras rodeábamos la construcción el otro sol, el que se encontraba en el cielo, nos aplastó, la radiación resultó insoportable. Luego de rodear el templo y de tomar miles de fotografías, los turistas salimos en masa. Muchos subieron de vuelta a los autobuses, sofocados por el calor y en busca de aire acondicionado. Yo caminé, encontré un lugar pequeño, un café. Tomé asiento y pedí shaved ice, también conocido como kakigōri o raspado. En las otras mesas, un par de obreros leían el periódico. Di un sorbo al hielo bañado con miel de fresa, y me supo fantástico. 

La feria de Shinsekai

Para llegar al barrio de Shinsekai, en la ciudad de Osaka, hay que caminar por una calle llamada Janjan-Yokocho. Está llena de puestos de comida, hay un lugar en el que rentan arcos y flechas para poder tirar al blanco, y hay maquinitas. Entré y me senté a jugar Street Figther II en un gabinete de Sega llamado Astro City, recordé los viejos tiempos en la calle de mi pueblo cuando fui un vicioso de los videojuegos. Y me encontraba justo en la ciudad en la que la compañía Capcom creó la mítica saga de peleas callejeras, a Mega Man y Resident Evil, entre muchos otros juegos. En esa calle, que era pasillo, que era mercado, sonaban en los altavoces, a un volumen moderado, canciones rockabilly muy movidas. Shinsekai tiene mucha onda. Fue construido para albergar una feria llamada Luna Park, de ahí quedó la torre Tsūtenkaku, y muchos establecimientos en los cuales se puede jugar a los dardos para conseguir premios. Era de día cuando subí la torre. Desde las alturas miré la enorme mancha urbana de Osaka, coronada con grandes nubes blancas. El cielo, de a poco, se fue tornando anaranjado, y el sol tiñó con su luz menguante los cientos de edificios, las montañas y los bosques lejanos. Bajé de la torre y entré a un café llamado Doremi, que ofrecía en la entrada panqueques, postres y kakigōri (del cual ya me había hecho fan). El lugar parecía atrapado en el tiempo. Por fuera el edificio estaba cubierto de enredaderas, por dentro era volver al pasado, a los años cincuenta. Había una pareja de amigas sentadas atrás de mí, que fumaban, platicaban y reían. El humo era ligero, pero se notaba. Pensé que hacía mucho tiempo que no entraba a un café o restaurante en el que estuviera permitido fumar. Llegaron los panqueques y el shaved ice, la máquina con el que lo hicieron era vieja, pero el resultado era consistente y el sabor a piña que pedí me pareció muy refrescante. Se hizo tarde. Salí y las luces de neón de los coloridos locales de venta de comida eran estrellas que titilaban en la noche. 

Museo Ghibli 

A las nueve en punto de la mañana se abrieron las puertas del museo Ghibli, asentado en el parque Inokashira, en la zona suburbana de Mitaka, en Tokio. Previamente, mientras la gente esperaba haciendo fila, se podía ver, rodeada de árboles, una construcción de colores, y en la azotea asomaba la cabeza y el torso de un guardián de metal, de la película Castillos en el cielo. Vi a una persona subir las escaleras de una torre cubierta de enredaderas, escuché que hizo sonar unas campanillas, y el sonido quedó flotando en el aire. La fila avanzó y una chica muy amable, que formaba parte del personal del museo, al revisar mi reserva me entregó un boleto, conformado por tres fotogramas de la película de Ponyo. Entrar al museo es introducirse en el mundo del director de cine Hayao Miyasaki, arroparse de sus creaciones, de su atmósfera lúdica. El museo era al mismo tiempo una biblioteca de libros fantásticos, una estación de tren que no existe, una guarida de piratas, una isla que flota entre nubes, una cálida cueva del bosque, un cobertizo, un pozo de agua, un lugar en el que el tiempo corre de manera caprichosa, a veces frenético, a veces pausado. Cada detalle estaba cuidado al máximo. En los vidrios de las ventanas vivían personajes como Totoro, o Haku, en su forma de dragón blanco, y en las paredes estaban pintadas escenas que eran ventanas a otros lugares y tiempos, que remitían a mundos que uno quisiera visitar y quedarse allí, rodeado de árboles y silencio bajo un cielo azul. Encontré puertas pequeñas en las que sólo cabían los niños. Había un elevador antiguo y un puente entre los pisos. En una sala se exhibían máquinas fantásticas que mostraban las diferentes técnicas de animación, figuras que a través del movimiento y la luz engañaban al ojo y creaban secuencias, ilusiones que flotaban en el aire: fantasmas. Uno de los lugares que más me atrajo del museo fue el espacio que recreaba el estudio de Miyasaki: un gabinete de maravillas poblado de dibujos, bocetos, libros, maquetas, aviones, pinturas, muñecos, grabados, lámparas maravillosas, hélices de madera, una estufa salamandra, teteras, y ceniceros colmados de colillas. Cada objeto estaba colocado con meticulosidad, cada herramienta, cada lápiz, y juntos creaban un caos aparente que dibujaba el flujo de pensamientos de una persona a la que le gusta contar historias. Deambular por el museo era vivir una película, ser el personaje principal de un cuento animado. En la tienda, de nombre Mamma aiuto!, se puede comprar la joyería que usa Howl, de El castillo vagabundo, peluches de Jiji o del Neko bus, y mil productos más que el personal que trabaja ahí envuelve con prolijidad antes de entregarlos a los clientes. En el sótano había un cine, entré y vi una de las películas que sólo dan allí, un lugar llamado Teatro Saturno. En el techo había pintado un cielo en el que el sol y la luna parecen bailar. Se apagaron las luces y comenzó el cortometraje El día que compré una estrella. Y ahí, un niño que planta y vende vegetales, un día los cambia por una semilla de estrella, la cual hace germinar en una pequeña maceta. Con el paso de los días nace un planeta diminuto, con minúsculos habitantes parecidos a insectos. El planeta flota, tiene atmósfera, clima. Y pensé, arropado por la oscuridad del teatro, que ese niño de la película era Hayao Miyasaki, y que el museo en el que estaba era ese pequeño planeta al que alimentaba con historias, mitos, y con su propia vida.

Yakult Swallows vs Hiroshima Toyo Carp 

En la taquilla del estadio Meiji Jingu, pedí un boleto para ver el juego entre uno de los equipos locales de beisbol, los Tokyo Yakult Swallows, el cual jugaría esa tarde en contra de los Hiroshima Toyo Carp. Y pasó que, al solicitar un buen lugar, los únicos disponibles estaban del lado de los visitantes. Pedí ese, sin embargo, la chica de la taquilla me respondió que había algunas restricciones, la verdad no me importó e insistí en que ese lugar estaba bien. Pagué, me entregó el boleto y entré al estadio. En los pasillos había venta de sushi, pinchos con camarones, ostiones secos, chiclosos pero dulces, y por supuesto las camisetas, gorras y memorabilia del equipo local. Compré una gorra y busqué mi asiento. Justo al tratar de entrar a la zona un policía, muy amable, y con gestos, me indicó que me quitara la gorra. Y ahí tomé conciencia de que, al estar en la grada del equipo visitante, no podía usar la franela, o la gorra, o cualquier prenda que tuviera que ver con los Swallows. En fin, guardé mi gorra en la mochila, entré y ubiqué mi asiento. La porra de los Carp estaba muy animada, sus seguidores se encontraban en el mismo nivel de entusiasmo. Sobre todo un niño, que cantaba las canciones con enjundia. En cada entrada un animador de la porra, vestido con un quimono con los colores rojo y blanco de los Carp, dirigía las canciones. Por cada turno al bate se coreaba el nombre del jugador, y se esperaba que conectara alguna pelota, y si lo hacía, la porra estallaba en vítores y aplausos. Cuando tocaba el turno al bat de los Swallows, los seguidores de los Carp callaban respetuosamente, salían a comprar comida o a los sanitarios. Las que siempre estaban activas eran las chicas que vendían cerveza, a cada rato bajaban las escaleras, vestidas como colegialas, pero con los colores de la marca de cerveza que les tocó vender. Así, había chicas vestidas de Asahi dry, Kirin o Yebisu. Lo curioso era que bajaban las escaleras cargando una pesada mochila con un garrafón a la espalda, realizaban una reverencia, iban subiendo de vuelta y se detenían a vender cuando alguien se los solicitaba, sacaban un vaso y la servían. Se notaba que era un trabajo muy cansado. Algunas utilizaban rodilleras. Pero siempre, indefectiblemente, hacían reverencias y sonreían. El juego continuaba, el niño coreaba las canciones y la gente aplaudía. Me contagiaron el entusiasmo, y deseé que ganaran, sin embargo, los Swallows dominaron y se llevaron el partido. Al final la porra y los seguidores de los Carp aplaudieron el esfuerzo de sus jugadores y también el de los rivales, hicieron una reverencia y salieron en santa paz.

En el tren, sobre la línea Sanyo

Una tarde, después de visitar el santuario de Itsukushima en la isla Miyajima, luego de ver a los ciervos sagrados tratar de entrar en las tiendas de suvenires, y de subir una loma en la que desde su cima observé la bahía de Hiroshima, subí a un tren que estaba anunciado con retraso debido a un accidente. Tuve suerte y pude sentarme. Sin embargo, en la siguiente estación entraron muchas personas, y una de ellas, una señora de lentes, con sombrero y encorvada, no pudo encontrar un lugar. Antes de viajar a Japón me enteré en internet que, si uno trataba de ceder el lugar a una persona mayor en el tren o metro, era muy probable que se negaran, por lo que la manera correcta de dar el lugar era simplemente hacerse el tonto, levantarse y aparentar que se bajaría en la siguiente estación. La señora estaba frente a mí, por lo que bajé la mirada, tomé mi mochila, me levanté y me dirigí a la puerta. Funcionó. La señora tomó el lugar. En la siguiente estación entraron más personas, sobre todo niñas de secundaria, ruidosas, inquietas, que me hicieron recular. Durante todo el trayecto se la pasaron cuchicheando, apretándose, porque mientras más avanzábamos más personas trataban de entrar al vagón, hasta que ya nadie pudo hacerlo. Noté que les daba pena estar tan juntos. Olían a sudor, a lápices y a tinta. Y pensé en la magnífica novela escrita por Murasaki Shikibu, el Genji Monogatari, y en Kaoru, el príncipe perfumado, el cual «Emitía un aroma delicioso, una fragancia etérea». Al fin, después de un rato, bajaron en desbandada, y los que nos quedamos pudimos respirar mejor. El tren continuó su marcha, y el conductor daba mensajes de vez en cuando. En la penúltima estación, antes de llegar a Hiroshima, la señora a la que le di el lugar se levantó y se acercó a mí, me dijo unas palabras que no entendí, y colocó un bultito en mi mano. Vi sus ojos entreabiertos, su cara de agradecimiento, e hice una breve reverencia. Al alzar la vista la señora ya estaba afuera, y se cerraron las puertas. El tren avanzó sobre las vías. Abrí mi mano y encontré un par de amuletos hechos de tela, de los que no me he vuelto a desprender.