En el pensamiento de raúl rodríguez freire la forma ocupa un sitio especial. Ya en su trabajo como editor en Mimesis, ya como pensador que cultiva el ensayo como género expandido, sus reflexiones sobre la forma tienen una densidad doble que aparece en la exploración temática y, simultáneamente, en la experimentación con el libro como objeto. En este sentido, Musa paradisiaca no es la excepción, sino que acaso estira la línea de continuidad con su trabajo previo. El libro integra dos volúmenes unidos por una camisa impresa a color con imágenes de estampas de fruta y timbres postales: uno de los títulos es un estudio cultural sobre la banana y el otro, un ensayo visual que explora una colección filatélica.

Más que como compañero de un ensayo principal, Formas menores de la plantación. Filatelia, botánica y colonización me parece clave para entender lo que rául llama “la forma como ensayo”. Si en La mirada disyecta. Corpoficción (2024) el autor apuntaba la importancia de la colección de timbres postales como un archivo de la infancia, aquí esta apunta a la instauración de una subjetividad de la mirada en relación con los parámetros de control del mundo natural. Los timbres traducen una experiencia óptica que depende de la construcción de una noción de espectador cuya mirada está puesta en las imágenes del Caribe como espacio de deseo: deseo de playas vírgenes, de vegetación exuberante y cuerpos sexualizados. Vinculados con el poder en tanto propaganda, muchas veces de corte nacionalista, los timbres son las “tarjetas de visita que los grandes Estados dejan en la habitación de los niños”, como reza el epígrafe de Walter Benjamin que abre Formas menores. La filatelia se convierte en el vehículo que permite hacer una arqueología de la mirada a partir de la similitud y contraste de los sellos que anticipa muchos de los temas que explora el segundo volumen.

Por su parte, La musa en el museo. De la bananización del mundo explora el proceso mediante el cual la banana, una fruta exótica, se convirtió en una de las frutas de mayor consumo global. A lo largo de sus páginas, rodríguez freire muestra que los métodos para extraer el plátano de la selva y regular su maduración marcaron la pauta para muchos de los procesos —como la refrigeración, la exportación y la clonación— que rigen la industria alimentaria hoy en día.

El argumento de que la bananización del mundo corre en paralelo al desarrollo del capitalismo no se agota aquí, pues sus implicaciones son examinadas a detalle: la plantación en tanto forma, asegura rodríguez freire, tiene una orientación exógena que responde a factores externos como el mercado, las cadenas globales de producción y la industria del deseo vinculada al turismo. Todo esto hace del Caribe un lugar donde “se produce lo que no se consume y se consume lo que no se produce” (Pantojas cit. rodríguez freire, 17). Dicha paradoja acompaña la lectura del ensayo, dando cuenta de cómo la alteración de los ecosistemas en esta parte del mundo han acomodado al monocultivo. El capitalismo opera, pues, por diseño:la forma plantación implica tanto al jardín botánico decimonónico, donde se aclimataron las primeras especies en los invernaderos ingleses calentados por calderas de carbón, hasta a la clonación en masa, que explica que las bananas que consumimos habitualmente no tengan ya semilla.

Produciendo clones de otros clones, la plantación transforma a los organismos vivos en recursos disciplinados. Como analogía del modelo militar que resulta en subjetividades normadas, el libro de raúl también denuncia la manera perniciosa en la que la plantación disciplina el cuerpo a partir del trabajo. No es sorpresa que la historia de la banana esté estrechamente imbricada con la de los barcos que trasladaron a millones de personas esclavizadas provenientes de África en el Pasaje del medio. Apoyándose tanto en textos como en imágenes halladas en diversos archivos, Musa paradisiaca traza la ruta triangular de estos barcos que sirvieron tanto a la trata de personas como a las exploraciones botánicas bajo la designación eufemística del “comercio”.

Los dos apartados que abren el ensayo muestran precisamente este entrelazamiento de agencias y agendas de aristócratas, botánicos, científicos, esclavistas y empresarios, develando así la extensión del proyecto colonial que ha hecho del trópico, al menos desde el siglo XIX, un sitio de experimentación. Como deriva de las embarcaciones colonizadoras, la plantación como forma se ha sofisticado hasta separar y extraer a las especies de sus ecosistemas naturales para fortalecer la reproducción de variantes que responden a una temporalidad impuesta. Este proceso de extracción-separación-reproducción provoca que especies como la banana Cavendish sean también especies vulnerables, pues la ruptura de las relaciones simbióticas en ecosistemas biodiversos en favor de los monocultivos fomenta también la proliferación de los depredadores de la especie en cuestión. Esto explica —pero no justifica— el uso de pesticidas agresivos que terminan por contaminar el territorio con tal de no interferir con los proyectos de los agroinversores que demandan la disponibilidad del producto durante todo el año.Así, rodríguez freire muestra que la contracara del Caribe como espacio paradisiaco es la del sitio en el que se traza la línea divisoria entre las vidas que el capital designa como dignas de ser vividas y las que son prescindibles. El Aquí la biopolítica se convierte en tanatopolítica, en tanto que el sistema gestiona la muerte de una gran parte de la flora y fauna local para promover lanutrición del norte a expensas de los ecosistemas del sur global.

Musa paradisiaca retoma este argumento desde otra de sus aristas problemáticas: la relación de la banana con el arte en tanto representación. Alejándose solo en lo aparente, rodríguez freire comienza con un comentario de una pieza de Gérard Titus Carmel. La gran bananería cultural (1968-1969) lleva a la sala del museo un plátano real acompañado de cincuenta y nueve copias de plástico. Conforme el tiempo pasa, el modelo inevitablemente empieza un proceso de descomposición que hace evidente su condición de fruta “real” frente a las copias de plástico. La pieza sirve como plataforma para hablar de las formas de la ficción que nos distancian del mundo de tal forma que vemos esa banana como “natural” frente a las copias plásticas. Lo que La gran bananería cultural pone en evidencia es, primero, la relación con la idea platónica, y luego, la relación con el plástico, cuyo uso ha transformado el planeta. El plástico funciona como el phármakon de nuestro tiempo: su origen fósil, también natural en este sentido, hace que las entrañas de la tierra se conviertan en espacios de cultivo. Democratiza el acceso al agua y a la comida en muchas partes del sur global, pero lo hace a expensas de pactos que alejan a las poblaciones originarias de sus formas tradicionales de sustento.

Ante esto, es imposible evitar pensar en Tout doit disparaître! (2001), una instalación de François Boclé que aborda la relación entre la trata esclavista y los cimientos del capitalismo. El emplazamiento en la sala del museo de un centenar de bolsas de plástico azul, infladas a medias, es una  metáfora del comercio. A partir de la analogía, Boclé teje puentes entre los productos que se empacan en estas bolsas baratas —frutas y verduras, la compra de la semana que se hace en el mercado al aire libre— y las personas esclavizadas que fueron vendidas y compradas en el suelo americano. Tout doit disparaître!, ¡todo debe irse!, remite al pregón de las ventas de liquidación en las que se ofrecen descuentos para recuperar, por lo menos, una parte del valor de la mercancía que no fue adquirida. Si bien el paralelo brutal entre los objetos y las personas entendidas como mercancía fue, precisamente, lo que vieron los esclavistas en los cuerpos negros, la instalación de Boclé replantea esta relación mediante el uso del aire como recurso que infla parcialmente las bolsas. Lo que el plástico hace visible es la respiración agónica de un mundo en crisis.

Musa paradisiaca abre una línea de fuga para pensar en cómo la banana participa de procesos más amplios que son consecuencias de esta crisis, como la escalabilidad. Este proceso, que consiste en seleccionar una variante “ideal” de una especie frente a otras para reproducir ciertas características que la hacen apta para el mercado, tiene un correlato analógico con el aplanamiento de la complejidad en favor de la estandarización. El efecto invernadero, como forma arquitectónica que domestica a la naturaleza y convierte a la cultura en un asunto de consumo dirigido, es también la historia de la colonización de los imaginarios culturales. Por eso la imagen juega un papel crucial en el trabajo de rodríguez freire en tanto que ayuda a develar el continuo entre el consumo de playas paradisiacas atendidas por cuerpos racializados y sexualizados, así como la explotación de estos mismos cuerpos en las plantaciones. 

Hablar de la representación de la banana en el arte es también la puerta de entrada para abordar la cuestión del lenguaje, desde las taxonomías científicas y hasta la producciónde formas, como la novela, que trazan imaginarios culturales.

En este sentido, el cierre del libro es un recorrido precioso por dos obras literarias, Jane Eyre y El ancho mar de los sagrazos. Detrás de esta lectura resuena el ensayo de Sylvia Wynter “Novel and History, Plot and Plantation”, que plantea que la novela como forma y las sociedades modernas son inseparables. Para Wynter, quienes habitamos la plantación estamos embrujados por el encanto del colonialismo, cuyas ficciones constituyen un código que produce relaciones políticas y sociales además de las literarias. A este respecto, Dionne Brand recuerda en Salvage. Readings from the Wreck, que las fantasías de opresión y violencia que pueblan la novela decimonónica son necesarias para mantener y sostener estas relaciones en el sentido de que la trama es una articulación de ellas.

En Jane Eyre, el tema de la colonialidad está oculto en el corazón de la trama romántica. Brand lee esta novela como un tratado acerca de la sumisión femenina en tanto que todos los espacios (la casa familiar, el orfanatorio, la iglesia y la casa del amo) son espacios de sometimiento que Jane resiste o ante los cuales se pliega. El evento colonial, sin embargo, está en el ático mismo de la casa. rodríguez freire recuerda que el personaje de Bertha Mason —esposa de Rochester y origen de su fortuna— amasa su capital gracias a los réditos de una plantación en las Antillas. Los pisos, los espejos, la comida, el mobiliario, las cortinas y la vestimenta de los personajes son producto de la economía de la esclavitud.

En tanto relectura del libro de Brontë, El ancho mar de los sargazos de Jane Rhys busca revertir la trama, es decir, en el doble sentido de “the plot”, al abordar la historia de Antoinette/Bertha en Jamaica, pero el cambio de perspectiva sólo funciona parcialmente. El personaje de Christophine muestra los límites de esta perspectiva que no consigue desprenderse de la alteridad que la representación inglesa ha adjudicado sobre el Caribe.

Para Brand, la sumisión estructural de la figura de Christophine a las otras voces narrativas muestra el punto ciego de la novela: “si para la conquista la esclavitud y la colonización de tierras y personas son el principal objetivo, [para la novela] la mitologización y el control de la imaginación son son igualmente conducentes a este fin” (Brand, 75). Sin embargo, en la lectura de rodríguez freire, Cristophine, con casa propia adjudicada por la madre de Antoinette, donde cultiva un huerto, permite elaborar una lectura plástica —en términos de flexible e imaginativa— en torno a la plantación. El huerto de Christophine es un sitio simbólico, político, social y epistemológico que da para hablar de los huertos de provisión en el Caribe, jardines que fueron mantenidos por los esclavizados para asegurar su subsistencia.

En paralelo, podemos ver esta lectura contra una pieza de Minia Biabyani, Qui vivra verra, qui mourra saura (2019). En esta instalación alimentada por una investigación sobre las plantas vernáculas que ahuyentan a los malos espíritus y preservan los saberes locales, la artista traza la silueta de una casa con sal. Los muros solo están trazados, como si se tratara de un plano arquitectónico al que le falta ser concretado. Mi lectura es que esta obra apunta al hogar perdido de los millones de sobrevivientes al Pasaje del medio. Pero el hogar es mucho más que la infraestructura de la casa. Las plantas cuelgan del techo como un recordatorio de que los saberes sostienen la memoria, tanto como las trabes y los muros de carga. Fuera del tiempo de la plantación, aunque adyacente a ella, los huertos de provisión funcionaron como sitios de intercambio en los que la población africana experimentó también a partir del cultivo de raíces alimenticias y plantas medicinales. La musa en el museo bien podría mantener la idealización de la selva como forma natural frente al jardín como forma colonial, pero rodríguez freire se cuida de introducir los matices necesarios para mostrar que la selva es también un entramado de relaciones en las que figura también lo humano y que, al mismo tiempo, en el acto de plantar prevalecen potencias que pueden ser revolucionarias. 

Me gusta que Musa paradisiaca termine con esta idea —además de hacer una revisión del arte contemporáneo en Puerto Rico que se apropia de la imaginería en torno al plátano— porque apunta que el cultivo de la imaginación política es, ante todo, un trabajo pendiente. Como en la obra de Biabiany, el jardín aparece como infraestructura que sostiene una memoria en particular: la de que sabemos alternativas al monocultivo y la producción estandarizada de la plantación, sólo hay que recordarlas.

raúl rodríguez freire, Musa paradisiaca, Ediciones Mimesis: Santiago de Chile, 2025.